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POESÍA SIN TIEMPO: PHILIP LEVINE
 

 
   
 
    El poeta estadounidense Philip Levine, ganador del premio Pulitzer en 1995 y que buscó en España inspiración para buena parte de su obra, falleció el 14/02/2015 a los 87 años.
Levine murió víctima de un cáncer de páncreas en Fresno (California, EEUU), según confirmó al periódico 'The New York Times' el también poeta y amigo del autor Christopher Buckley.
Además del Pulitzer, el escritor fue distinguido en dos ocasiones con el National Book Award y sus escritos aparecieron regularmente en prestigiosas publicaciones como 'The New Yorker' y 'Harper's Magazine'.
En su obra, Levine abordó su infancia en la industrial Detroit, los soporíferos trabajos de su juventud y dedicó mucha atención a España, donde vivió durante un tiempo.
El poeta sentía una especial fascinación por la Guerra Civil española y dedicó numerosas piezas al conflicto, entre ellas algunos de sus poemas más populares, como una elegía al anarquista Francisco Ascaso.
Además, sus conocimientos de español le llevaron a traducir a Pablo Neruda y César Vallejo, entre otros.
Hijo de inmigrantes judíos de Rusia, Levine creció durante los difíciles años de la Gran Depresión y perdió a su padre cuando tenía sólo cinco años. El poeta vivió la mayor parte de su vida entre Nueva York y California, en cuya universidad estatal dio clase desde 1958 hasta 1992.
 
 
 
 
 
  
 
POR UN DURO

Nochebuena, 1965
Por un duro tenías una noche al resguardo.
(Un duro era una moneda de cinco pesetas
con el perfil de Franco, la narizota respingona
como si él solo hubiera recibido
el aliento de Dios. En el 65
sólo él recibía el aliento de Dios).
Por un duro podías tumbarte en el vestíbulo
del Hotel Splendide con tu traje de los domingos,
dormir bajo las luces, y levantarte a tiempo
para bendecir la llegada del Hijo. Por un duro
lo podías tener todo, coches, mujeres,
una comida de siete platos y vistas al mar,
con las camareras inclinándose
al preguntar con reverencia: “¿Más mantequilla?”. Por un duro
compré un paquete de Antillanas y le di uno
al único viajero de la terminal desierta,
un soldado de uniforme. Cuando se agachó
para encenderlo, vi el cogote pálido,
desarreglado. Aún debe estar allí, esperando.
El hotel ya no está, el edificio sí,
un hospital veterinario y un comedor de animales
dirigido por el señor Esteban Ganz, vestido
para trabajar esta mañana con bata blanca,
corbata negra y bambas sucias. Modestamente
me muestra tres cachorros de lobo, pintos,
salvados de la muerte, los feroces gatos silvestres,
recorriendo impacientes la gran jaula como tigres, el tucán
debilitado por un virus desconocido, pero ahora
ya recuperado y acicalándose. Colores bulliciosos:
rojos, verdes y dorados resplandecientes,
idóneos para anuncios que proclaman la paz inter-
galáctica cuando llegue el momento.

 
 
 
 
 
 
EL POEMA DE TIZA
 
 
 
Esta mañana, de camino al bajo Broadway,
me crucé con un hombre alto
hablándole al trozo de tiza
que sostenía en la mano derecha. La izquierda
estaba abierta y marcaba el compás,
pues su discurso tenía ritmo;
era un canto o una danza o, quizás,
un poema en francés, pues
era de Senegal y hablaba francés
tan lento y con tanta precisión que yo
podía entenderlo como si me hubiesen arrojado
cincuenta años atrás, hacia
mi clase de instituto. Un hombre esbelto,
elegante en las formas, pulcramente vestido
con los restos de dos trajes azules,
con la corbata firmemente anudada y su camisa blanca
sin planchar, aunque impoluta. Conocía
la historia entera de la tiza, no solo
de aquel trozo en particular, sino
de la tiza con la que yo escribí
mi nombre el día en el que regresé
a la escuela tras la muerte
de mi padre. Conocía el feldespato,
el calcio, las conchas de las ostras; sabía
qué criaturas habían dado su espinazo
hasta formar el polvo temporal
prensado en aquellos conos perfectos,
conocía la tristeza de las aulas
en diciembre, cuando la luz decae
temprano y las palabras de la pizarra
abandonan su gramática y sentido
y, más tarde, incluso sus contornos, de tal modo que
cada letra se expande en todas direcciones
y, al mismo tiempo, no significa nada en absoluto.
Al principio pensé que su barba corta
estaba escarchada de tiza; conforme
nos aproximábamos, a menos de un pie
de distancia, vi que sus pelos eran blancos,
así que a pesar de la juventud que había en sus gestos
era, al igual que yo, un hombre entrado en años, aunque
de apariencia mucho más noble, con sus pómulos altos
y tallados, sus hombros anchos
y sus claros ojos negros. Tenía el porte
de un rey del bajo Broadway, alguien
salido de la mente de Shakespeare o
de García Lorca, alguien por quien la pérdida
se había dulcificado en caridad. Nos enfrentamos
durante aquel largo minuto, ambos
compartiendo el último poema de tiza
mientras la gran ciudad se enfurecía a nuestro
alrededor, y luego el poema se acabó, tal y como lo hacen
todos los poemas, y su mano izquierda se desplomó
hacia un lado bruscamente y me tendió
el trozo de tiza. Yo me incliné ante él,
sabiendo cuánta era la importancia de aquel gesto,
y le escribí mis agradecimientos en el aire,
donde podrán ser escuchados para siempre
bajo el grito endurecido de las conchas del mar.
 
 


 
 
 
 

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